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    Sobre el socialismo

    Publicado por Raimon Obiols | 6 Mayo, 2011


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    ¿Qué entendemos por ideales socialistas, en esta primera década del siglo XXI? ¿Qué sentido hay que dar hoy a la palabra “socialismo”? Vieja cuestión. Ya en el debate sobre las posiciones de Bernstein, hace más de un siglo, este último señalaba que “si pedimos a un grupo de personas, de la clase o del partido que sean, una definición del socialismo en una fórmula concisa, la mayoría se encontraría en un compromiso. Quien no quiera caer en una frase hecha deberá aclararse a sí mismo si el objeto a definir es un estado de cosas o un movimiento, una teoría o un objetivo “.

    Me parece que se puede hablar del socialismo, como mínimo, desde tres perspectivas:

    Se puede hablar como de un amplio y diverso conjunto de doctrinas, partidos y experiencias sociales y políticas que han querido transformar la sociedad hacia la realización de la igualdad de todos en el terreno económico, social y político, la superación de las clases sociales y la supresión total o parcial, por métodos revolucionarios o reformistas, de la propiedad privada de los medios de producción y de intercambio.

    Se puede hablar, en segundo lugar, como de un modelo de sociedad ideal (algunos dirían utópico) al que hay que tender a través de la acción social y política. Bruno Trentin decía, en este sentido, que el socialismo no es “un modelo de sociedad” sino “la búsqueda ininterrumpida sobre la liberación de las personas y sobre su capacidad de autorrealización, introduciendo en la sociedad los elementos (welfare, difusión del conocimiento, igualdad de oportunidades, control de la organización del trabajo) que superen las contradicciones y las fallas del capitalismo y de la economía de mercado “. Estoy de acuerdo.

    Se puede hablar desde una tercera perspectiva, en la que me sitúo preferentemente, que considera que el socialismo es un movimiento que sucede. No encontraremos una definición que plazca a todos, ni un modelo final de sociedad con el que coincidir, pero sabemos que siempre que en el mundo hay desigualdad, injusticia y falta de libertad, existe y existirá algo (un “principio energético”, una fuerza o función histórica), de carácter persistente y recurrente, que se opone a la opresión, las desigualdades y la injusticia, y que aspira a una sociedad igualitaria, libre y solidaria. Desde esta perspectiva, el socialismo representa un movimiento persistente en virtud del cual hombres y mujeres, actuando juntos, construyen bienes comunes, combaten los efectos no deseados de las acciones individuales y tratan de establecer la soberanía colectiva, con un máximo de libertad e igualdad. Este movimiento general de multitud de mujeres y hombres, en diferentes épocas y diferentes países, se identifica para mí con el término de socialismo.

    Desde este punto de vista, el socialismo no es reducible a una doctrina o a una ideología: es un movimiento real, un contrapunto permanente de la historia humana, que ha existido, existe y existirá. Un camino que se hace a veces lúcidamente, a veces casi a ciegas, a trancas y barrancas, como escribía Albert Camus, recordando el último consejo de Antoine Thibault: “un chemin où des foules d’hommes, depuis des siècles, marchent en chancelant vers un avenir inconcevable” (“Un camino por el que multitudes de hombres, a lo largo de los siglos, caminan vacilantes hacia un futuro inconcebible “). Albert Einstein lo definía como el intento de “superar y avanzar más allá de la etapa depredadora del desarrollo humano “.

    Siempre que en un rincón del mundo, en un momento o en otro de la historia humana se dan situaciones de desigualdad, injusticia y falta de libertad, se producen, como respuesta, procesos de agregación y activación de multitudes de hombres y mujeres que hacen frente a estas situaciones y las quieren cambiar. Se trata de procesos indefectibles mientras subsistan la explotación, la desigualdad injusta, la opresión o la discriminación política, que tienden a constituir sujetos colectivos que retoman y reanudarán, una y otra vez, mientras dure la historia humana, los movimientos por la igualdad, la libertad y la emancipación humana. No doy a esta afirmación ninguna connotación mesiánica: no creo en el “hombre nuevo”, ni en su versión utópica, prometeica, ni tampoco, ciertamente, en la versión cínica que tiende a considerar el ciudadano del futuro como un simple “hombre consumidor “pasivo y manipulable.

    Las razones más profundas de esta función histórica del socialismo no son difíciles de encontrar: el ideal igualitario anhelo de libertad y cooperación están profundamente arraigados en el imaginario y los sentimientos humanos (casi se podría hablar, en este sentido, de un “instinto básico”). Esto no es idealizar la condición humana: significa afirmar con rotundidad que, en la ambivalencia propia del ser humano, esta pulsión hacia la libertad, la igualdad y la cooperación es congénita y fundamental. Es la expresión de una revuelta moral que recorre la historia humana (Ernst Bloch decía que “el socialismo es lo que se ha buscado inútilmente hasta ahora con el nombre de moral”).

    Se trata de una formidable fuerza que ha liberado e impulsado una multitud de trayectorias personales y de grupo, marcadas por el altruismo, la generosidad y el heroismo. Ha dado lugar a luchas y conquistas políticas y sociales que han originado las sociedades más libres y más igualitarias que la humanidad ha conocido. Ha conocido también derivas trágicas, que han perpetrado fraudes increíbles y enormes aberraciones totalitarias. En situaciones de luchas sociales y políticas exasperadas, de guerra y represión, de falta de democracia, el socialismo ha sufrido los efectos de la constatación de Charles Péguy: “la tiranía está siempre mejor organizada que la libertad”: ha sido manipulado y traicionado .

    Esto no cuestiona su vitalidad y sus potencialidades enormes: el socialismo resurge siempre, con una renovada inocencia creativa y con el riesgo de errores renovados frutos de la desmemoria. Significa constatar que los problemas, para el socialismo, no vienen sólo de sus adversarios, sino también de sus implementaciones intelectuales y políticas, de sus salas de máquinas, de sus puentes de mando. Ahora, ante situaciones de una extraordinaria complejidad en el mundo, no deberían repetirse.

    Dos consecuencias se desprenden de esta constatación. La primera hace referencia al “carácter presente del pasado”, a la necesidad del aprendizaje, de la memoria. Venimos de un pasado (que casi podríamos denominar de “paleosocialismo”) donde el socialismo ha generado las sociedades más libres e igualitarias, pero también ha cometido errores, ha conocido derivas y ha perpetrado tragedias. Su memoria crítica es una condición básica de su futuro.

    No se trata de “pasatismo”, de mirar obsesivamente atrás. Se trata, como ha escrito Remo Bodei, de tener siempre en cuenta que “la memoria y el olvido no son terrenos neutrales, sino verdaderos campos de batalla” y que hay permanentemente “intentos de borrar, manipular, falsear (el pasado) o apoderarse de ella por parte de los adversarios “. Viene a cuento aquí recordar el lema orwelliano: “Quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado.”

    Los adversarios actuales del socialismo tratan de “liquidarlo” reduciéndolo a las trayectorias trágicas del mal llamado “socialismo real”, o bien a las experiencias datadas del “siglo socialdemócrata”, de las reformas nacionales del Welfare State (presentándolo como algo que ya se ha acabado). Es un reduccionismo que liquida en un plumazo el principal factor de fuerza del socialismo: su carácter de movimiento general de emancipación, de esfuerzo histórico en busca de la igualdad y la justicia. En este sentido, el socialismo no debería ser reducible ni siquiera a su historia “explícita”, la que le liga al movimiento obrero surgido de la revolución industrial. Como fuerza o función histórica de fondo, el socialismo viene de antes y va más allá: está ligado a la condición humana colectiva.

    Una segunda consecuencia es la necesidad imprescindible de las formas e instituciones democráticas para cualquier proyecto socialista. El territorio democrático es el territorio del socialismo entre otras razones porque éste ha contribuido decisivamente a construirlo, con su lucha secular por el sufragio universal y por las libertades sociales y políticas. El socialismo ha contribuido de manera fundamental al tráfico a la democracia, en que el hombre y la mujer se emancipan, pasan de una condición de animal laborans, únicamente sometido a las exigencias del trabajo y al mantenimiento de sus necesidades biológicas , el de zoon politikon, animal político. Hablar de socialismo democrático es, en este sentido, una redundancia.

    Quienes ponen en cuestión esta identificación del socialismo con la democracia institucionalizada, sus normas y libertades individuales y colectivas, sus checks-and-balances, es decir los bienpensantes partidarios de las rupturas radicales, más o menos autosatisfechos o nostálgicos, no han aprendido nada de la historia del siglo XX. La cuestión fundamental no es únicamente que los procedimientos e instituciones democráticas preservan los derechos y las libertades, es también que nadie tiene derecho a hacer pagar a los demás las propias convicciones.

    El socialismo es un movimiento real que ha tenido sus avances y sus retrocesos, sus aciertos y sus errores. No lo idealizamos: ha obtenido grandes victorias y ha sufrido grandes tragedias, grandes aciertos y tremendas deformaciones. Los socialistas han de ser los primeros críticos intransigentes de la historia socialista y los más conscientes de que la fuerza histórica del socialismo es material inflamable que hay que manejar con la máxima precaución.

    Desde sus orígenes, este movimiento surgido de la sublevación contra los poderes constituidos, ha tenido un componente libertario e igualitario (“Ni dieu, ni maître, ni tribun dice la letra de la Internacional). Ha tenido también, antagónicamente, una repetida tendencia a entregarse a liderazgos fuertes o falsas seguridades doctrinarias, a menudo reforzadas por los mecanismos del dogmatismo sectario, de la exclusión y de la escisión. Sólo haciendo hincapié en estos rasgos contradictorios es posible su futuro desarrollo positivo, su proyección emancipadora, que no se identifica ni con un modelo alternativo más o menos preestipulado de sociedad ni con una simple gestión del desarrollo del mercado.

    El socialismo, si miramos atrás, es un movimiento plural, con una historia de grandes aciertos y de trágicos errores. Si miramos al presente, es una realidad plural, siempre capaz de hacer “nuevos comienzos”. Mirando hacia el futuro es un horizonte que da motivos y sentido al combate contra las injusticias y las desigualdades, que hace luchar por sociedades más libres, con más cooperación y solidaridad. Por eso su subsistencia futura no me preocupa especialmente. Lo que me preocupa es el futuro en sí mismo, donde se divisa una actualización de la antinomia “socialismo o barbarie” en términos nuevos: o bien nuevos enfoques socialistas, en términos de autogobierno humano, libertad y solidaridad, o bien un siglo de barbarie, de desigualdades y identitarismos, con dislocaciones y fracturas crecientes, caóticas y violentas. En esta alternativa estamos en los tiempos presentes, en nuestro país, en Europa y en el mundo, y tenemos que conseguir que se resuelva bien. Depende de nosotros mismos.

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