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    Giorgio Ruffolo: Cuatro ideas para un nuevo Bad Godesberg

    Publicado por Raimon Obiols | 30 Julio, 2009


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    El descalabro socialista en las elecciones europeas no pertenece a la categoría de las oscilaciones políticas normales. Marca la ruptura de un ciclo histórico y pide un análisis que contemple los acontecimientos de los últimos treinta años. No creo que el socialismo, gran movimiento histórico ligado a exigencias imprescindibles de justí­cia, haya sido enterrado por una derrota electoral, por clamorosa que sea. La historia del socialismo está llena de anuncios de defunciones desmentidas. Ni el fascismo lo consiguió. Pero las elecciones han decretado el final de una socialdemocracia amortiguada y sin sentido.

    Puede parecer paradójico que las elecciones no hayan penalizado a la derecha, que durante veinte años se ha identificado con la desregulación irresponsable del actual marasmo económico, y que hoy parece devenir keynesiana y estatalista; y que en cambio hayan devastado su antagonista histórico. Pero no lo es por dos razones. Primero porque la derecha no se ha convertido en estatalista sino que únicamente pretende que sea el Estado quien pague las facturas de la crisis para retirarse después rápidamente de la escena. En segundo lugar porque la socialdemocracia, en todos estos años, no ha sido antagonista del neoliberalismo sino que se ha limitado a practicar una versión débil, de hecho “post-socialista”, como el blairismo.

    Además, a la globalización económica la socialdemocracia no ha contrapuesto el reforzamiento del poder polí­tico internacional que habría podido nacer de una más fuerte integración europea. Al contrario, se ha encerrado en el socialnacionalismo (la expresión, queridamente provocativa, es de Nino Andreatta), un terreno en el cual la derecha es imbatible.

    Los socialistas han perdido una ocasión única de construir una Europa unida y reformista cuando estaban en el gobierno de casi todos los países europeos. Una Europa distinta de esta criatura burocrática y diplomática que ciertamente no está hecha para alzar los corazones. Una Europa que se reconozca en un modelo económico integrado y un modelo social adelantado. Oponer al nacionalismo político y a la globalización económica una Europa del bienestar, nuevo sujeto en la escena mundial: ésta habría sido la respuesta eficaz a la deriva neoliberal.

    Esta ocasión se ha perdido. Y ahora en Europa triunfan los nacionalismos, resurge el racismo, y la factura de la crisis se carga en los hombros de los contribuyentes.

    Entonces hay que pedirse: ¿del socialismo, que reste te-il, qué queda? Éste sería el momento de un nuevo Bad Godesberg: de un repensamiento fundamental de aquéllas que han sido, durante una fase histórica gloriosa, las razones del “verdadero socialismo real”. No se trata obviamente de volver atrás, en un mundo radicalmente cambiado. Se trata de identificar las corrientes fuertes que atraviesan nuestra historia con el fin de pedirnos de qué manera una polí­tica inspirada en los valores tradicionales de la izquierda puede marcar un camí­ hacia una sociedad más libre y más justa. Ésta es la esencia concreta del reformismo.

    Para no caerse en deseos retóricos pruebo indicar cuáles creo que tendrían que ser las lí­neas fundamentales de una investigación y una reelaboración teórica y polí­tica. Si al resultado de esta reelaboración se le tiene que dar el nombre de socialismo es una cuestión que puede ser aplazada, como un índice, al final de la obra.

    Pienso en cuatro lí­neas fundamentales de investigación. La primera es la relativa a la governanza mundial. No existe y no es realista proponer un gobierno mundial. Pero existe un problema de gobernabilidad (governanza). La actual configuración del “desorden mundial” es el resultado de un lento proceso de disgregación que se ha ido produciendo a partir de los acuerdos de Bretton Woods: es decir de la última gran tentativa de construir, en el terreno económico, un sistema de orden mundial. Aquel sistema ha sido suprimido, pero sustituido.

    Resta implí­cito el presupuesto de aquel sistema: la hegemonía americana, privada pero de las reglas que habrían tenido que asegurar la responsabilidad. Pero es justamente esta hegemonía la que es cuestionada por el surgimiento de nuevas grandes potencias.

    Éste es un aspecto del actual desorden. Otro es la separación que se ha abierto entre política y economía: entre la interdependencia de la economía, propulsada por la globalización, sobre todo por la liberación de los movimientos internacionales de capital, y la capacidad de control de una política que resta confinada esencialmente en el ámbito de la soberanía nacional.

    La actual crisis, en la que seguimos inmersos, es en gran parte consecuencia de este vacío, y de la pretensión que puede ser llenado por una autorregulación de los mercados, de los intercambios y los cambios. Si una nueva gran potencia como China plantea ahora la necesidad de afrontar el tema de una moneda mundial “responsable”, es que la situación actual se está acercando a los lí­mites de la insostenibilitat económica y polí­tica. Desde los partidos socialistas no se ha dicho hasta ahora una palabra sobre este problema formidable, que ni tanto solo ha estado “tematizado” en los programas y en los congresos. Su marco conceptual sigue siendo el estatal y el nacional. Su respuesta a la globalización es su incapacidad para dar una.

    La segunda lí­nea de investigación radica en el problema que ha surgido y se ha agigantado en el último medio siglo: el de la sostenibilidad ambiental y ecológica. Así en general se evoca como un homenaje a la moda más que por convicción íntima, como una exigencia de disuasión de las tecnologías contaminantes y de aliento de las llamadas tecnologías “limpias”. Se evita así­, conscientemente, el qué es el centro del problema: la insostenibilidad histórica de un crecimiento continuo, de intereses compuestos, considerada como una condición normal e irrenunciable de la economía. El problema, no del bienestar sino de la supervivencia de la humanidad, está ligado al pasaje de una economía del crecimiento cuantitativo a una economía estabilizada con respecto al uso de los recursos no renovables y concentrada en su desarrollo cualitativo.

    Eso comporta la necesidad de abandonar la pretensión de medir el progreso de la humanidad mediante el aumento indefinido de su estatura, y de definir explí­citamente í­ndices de progreso auténtico, económico, social y cultural, a perseguir. De parte socialista, siempre a nivel de los enunciados polí­ticos y programáticos, no ha habido una denuncia explí­cita de la adulteración de la economía del bienestar y una indicación de otros objetivos cualitativos de la economía.

    La tercer lí­nea de investigación se refiere a lo que tendría que ser el corazón del mensaje socialista: la igualdad (recuerdo la lección de Bobbio) o, mejor, la lucha contra las desigualdades. Parece como si los partidos socialistas se hayan convertido al eslogan convencional de la derecha – para distribuir primero hay que producir ââ?¬” cuando aparece cada vez más evidente, por los acontecimientos que nos han precipitado en esta última crisis, que éstos han sido generados por una desproporción distributiva, compensada de manera irresponsable con un recurso ilimitado al endeudamiento, que produce nuevo y nuevos deudas. No se produce nada a partir de la regla que dice que si tú tienes dos pollos y me cabe, el resultado es un pollo estadí­stico por ninguno. La distribución inicua no genera una carrera virtuosament competitiva entre todos, sinó una secessión progresiva de unos pocos.

    La cuarta lí­nea de investigación me parece lo más importante porque se refiere a la pregunta que está en el fondo de las otras tres: ¿Con qué objetivo? ¿Con qué objetivo la governanza, la producción, la distribución?
    El sentido de esta pregunta no es una prédica, sino la concretí­ssima constatación de la incoherencia fundamental de la estrategia de la mercantilización, que se encuentra en la base del evangelio neoliberal: su autodestrucción. Recuerdo una banalidad: las reglas del juego no forman parte del juego. ¡Las decisiones del árbitro en el campo de fútbol no pueden (no habrían!) ser compradas ni vendidas si no se quiere que el partido sea inconsistente. ¡Las sentencias de los jueces no pueden (no habrían!) ser compradas ni vendidas, si no se quiere que los procesos sean irrelevantes.

    Los votos de los ciudadanos y de sus representantes no pueden (no deben!) ser comprados ni vendidos, si no se quiere que la democracia sea impracticable. Lo mismo vale para el crédito. Éste está ligado a una confrontación objetiva y real entre su demanda y su oferta (así al menos nos enseñaban los textos). Eso constituye a su regla y su freno. Si en cambio ocurre un producto que se puede comprar y vender en el mercado, pierde su calidad de regla y se convierte en un bien a maximizar. ¿No es precisamente eso lo qué ha sucedido cuando las hipotecas sobre los préstamos se han convertido en tí­tulos que se podían cambiar en el mercado? Ha faltado todo freno a su emisión. La regla ha entrado en el juego que tenía que regular.

    Se explica así­ cómo la autorregulación se convierte en desorden. Los comportamientos que obedecen a reglas objetivas son de carácter compensatorio: si aumenta la demanda de tí­tulos sube el precio que frena la demanda. Pero si al mismo tiempo hay quien ofrece tí­tols representativos de créditos que pueden ser comprados, la demanda puede aumentar y el mercado se convierte en acumulativo, explosivo, sin frenos.

    Eso es lo que efectivamente ha sucedido. Lo mismo se puede decir del riesgo. Si también el riesgo se convierte en un objeto que se compra y se vende, la demanda de protección del riesgo se convierte fácilmente en demanda de multiplicación de los riesgos.

    En otros términos, se encienden espirales autoalimentadas. Se desencadena por parte de los bancos una cacería de clientes en los que se ofrecen préstamos en condiciones irrisorias; y las tarjetas de crédito se ofrecen en garantía por las concesiones de nuevos préstamos: un crédito garantiza otro.

    En un cierto punto, la cucaña se acaba y el juego se invierte. Me pregunto si no ha habido, por parte de los exponentes más representativos de los partidos socialistas, una rendición a un pensamiento falso y mentiroso, que identifica el valor del dinero con el valor tout court. Si es cierto que en el tiempo que residía al 10 de Downing Street, la pareja Blair tomó hipotecas inmobiliarias por valor de 4 millones libres esterlinas, sería ingenuo no pretender que él, como secretario del antiguo y glorioso partido laborista, no se planteara ningún muro de contención económico y moral en la tormenta que estaba a punto de arrastrarlo.

    Mondoperaio, julio – agosto 2009.

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