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Autoritarismo
Publicado por Raimon Obiols | 14 Febrero, 2008
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El autoritarismo no es una cosa del pasado. Si hacemos un repaso en el mundo actual, podemos encontrar una amplia gama de formas de autoritarismo político, desde el más extremo al más sofisticado y capilar.
El siglo XXI se está convirtiendo en un laboratorio de formas neoautoritarias, en China, Rusia, Irán, o en los propios Estados Unidos (donde la administración republicana, en nombre de la “guerra al terrorismo”, ha erosionado las libertades y vulnerado los derechos humanos). O en Europa, donde hemos visto en los últimos años el desarrollo de la telecracia berlusconiana y de otros populismos de signo neoautoritario.
Es cierto que los tiempos ayudan: en Europa, especialmente, el aire es inquieto, como si se intuyera un futuro de declive, de problemas crecientes, quizás de catástrofe, sin percibir el perfil exacto y sin saber qué hacer para evitarla. Faltan las anticipaciones positivas y abundan, en cambio, las previsiones pesimistas y las “utopías negativas”. Esta “ansiedad del colapso” (la convicción de que la prosperidad de Occidente no podrá sostenerse), lleva sectores de la derecha a especular con la “esperanza” de una crisis catártica que provoque una reacción de agonismo colectivo como en los tiempos bélicos: “What we need is leadership – and disaster” (“Lo que necesitamos es liderazgo y desastre”) es un lema característico de estos sectores.
En España, Aznar es un exponente de este pesimismo neoautoritario. A pesar de decir que no es “neocon” porque “no ha sido nunca trotskista o maoísta”, el ex presidente español afirma que hay que seguir los pasos de Reagan, Thatcher y Juan Pablo II con el fin de “defender la libertad” y “hacer revivir Occidente … en una Europa que ha dejado de creer en ella misma”. Tenemos que estar atentos al peligro de estas reacciones neoautoritarias. Se trata de procesos lentos de erosión del dominio de la libertad que, si bien no implican un cuestionamiento frontal de la democracia, como fue el caso en la crisis de los años veinte y treinta del siglo pasado, se alimentan del sentimiento de inseguridad, de miedo a la inmigración, de desafección hacia la política y las instituciones.
El peso asfixiante de los grandes medios de comunicación audiovisual, la crisis de la representación parlamentaria, el vaciamiento de los partidos, el debilitamiento de las grandes narrativas ideológicas, la expansión de las pulsiones populistas e identitaristas, son factores que pueden jugar a favor de esta deriva neoautoritaria. La democracia empezó a afirmarse en Europa después del horror de las guerras de religión. Se desarrolló cuando se hizo un paso atrás en la pretensión de imponer las creencias a los otros. Sobre esta base se afirmó la libertad, el respecto a la dignidad de la persona y a las opiniones ajenas, la afirmación del pluralismo. Cuando estos valores se debilitan, el riesgo autoritario reaparece. Señalar el peligro de la deriva neoautoritaria no implica afirmar que en Europa la democracia esté hoy en peligro. Un análisis alarmista que fijara y radicalizara en contraposiciones extremas cosas que hoy son todavía fluidas, sería un error. Aquello que hace falta es hacer más densos, significativos y coherentes los planteamientos políticos. Empezando por los planteamientos de la democracia, que no pueden ser relativistas y que hay que reafirmar y renovar. Tenemos que ser conscientes de que vivimos una situación en la que “falta autoridad simbólica, ‘sacralidad’ compartida, elementos que configuren sentido individual y colectivo”. Una situación en la que “sobra autoritarismo y falta autoridad” [1] . Eso requiere luchar para que las políticas democráticas contengan, en su práctica y su discurso, las justificaciones y los fines de su acción.
[1] Joan Subirats, Paradojas del progreso, El País, 29/12/05.
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